El forense salió inmensamente afligido de su apartamento. Durante la primera parte de la noche anterior, su pequeñín de dos años se había estado quejando de alguna dolencia y siempre que su mujer se levantaba a tomarle la temperatura le encontraba alguna manifestación de fiebre. Ella también era médica y su opinión era que aquellos síntomas no pasaban de revelar un resfriado común, por lo que la cosa no era para preocuparse tanto. Incluso después de la media noche la fiebre le fue mermando hasta desaparecer y el niño durmió profundamente. Pero en la mañana había rechazado el tetero, había vuelto a llorar y de nuevo tenía la temperatura ligeramente alta. Por todos los medios él había procurado elevar la preocupación de Cecilia por su hijo. Podía tratarse de alguna endemia tropical, de una patología infecciosa, de una complicación pulmonar seria. No se podían confiar. Si a Carlitos le ocurriera algo grave sería imperdonable para ellos dos, médicos de profesión. No había tiempo que perder. Ella, que iniciaba su turno en la clínica un tanto más tarde, tenía el tiempo suficiente para llevarlo donde el doctor Salcedo, el mejor de los pediatras. Mientras él no los sacara de la duda no iba a poder estar tranquilo. Cecilia había accedido a esto antes de llevar al jiño donde la abuela, más por complacerlo a él que porque lo creyera necesario. Eso también lo mortificaba. Ella no parecía querer al niño de la manera como una madre responsable debía hacerlo. Se la veía tan serena, como si no le importara en verdad su estado. Estuvieron al borde de reñir por haber dicho él eso. Pero es que ella se obstinaba en creer que con sólo aspirinetas el niño se pondría bien. Insistió en dejarle a ella el campero Chevrolet para que pudiera movilizarse fácilmente en caso de alguna emergencia, y él pago la carrera de un taxi hasta el instituto médica legal en el que laboraba. Cecilia quedó de llamarlo allá por teléfono tan pronto como terminara la consulta con el pediatra. Y cuando lo hizo, y él supo que lo hacía desde el propio consultorio del doctor Salcedo, le rogó ponerlo a él en la línea para escuchar directamente de sus labios el diagnóstico y el tratamiento a aplicar. La opinión del pediatra coincidió con la de Cecilia. Con los cuidados normales y algún antipirético y analgésico infantil, bastaba. No había motivo serio de alarma. A pesar de la buena nueva, el forense no quedó completamente aliviado. “De todas maneras Carlitos se halla enfermito y puede agravarse en el momento menos pensado si no se tiene el cuidado, mi amor”, le repitió varias veces a Cecilia antes de cortar comunicación. Una vez regresó a su propio despacho, no pudo evitar pensar en que cuando se era padre se experimentaban por causa de los hijos sufrimientos insospechados. “Y eso que nosotros, los legistas, cargamos con la fama de no tener sentimientos”, se dijo.
Después de practicar la necropsia al cadáver de una mujer joven, que había sido encontrada por la policía en las afueras de la ciudad, el forense regresó a su oficina a elaborar el informe sobre las causas de la muerte. Él mismo lo redacto y mecanografió con varias copias al carbón. Cuando lo estaba firmando, su secretaria le anuncio que 4 personas preguntaban por él. Son campesinos y pobres. Dos hombres adultos, una mujer ya bien señora y un joven como de 20 años. Parecen costeños. No, no. No dijeron el motivo, pero le ruegan que por favor atenderlos. Cuando el grupo de visitantes estuvo frente a él, le basto un segundo para saber que el asunto tenía que ver con la entrega de algún cadáver. Conocía bien el rostro y la mirada de quienes llegaban a averiguar por el cuerpo de un familiar o amigo desaparecido. Casos frecuentes de todos los días. Había que escucharlos , saber el tipo de occiso que buscaban , enviarlos con alguno a reconocer el montón de cadáveres depositados en la morgue, o , de acuerdo con la fecha de los hechos , ayudarlos a buscar en los archivos, entre los inhumados como NN. Sí hallaban al que buscaban, había que prepararse para presenciar un drama patético. Su gemido y llanto de dolientes. Y si no, había que indicarles otros lugares en donde pudieran continuar con su búsqueda y desde luego comprometerse a comunicarles de inmediato cualquier pista relacionada con el caso. Pero todo eso podía hacerse sin que él en persona se ocupara de ello, había quienes se encargaban de tales menesteres. Lo suyo era lo puramente científico, precisar la causa de las muertes y ya. No obstante eso, había gente que insistía en recurrir a él en busca de ayuda. No faltaba los que llegaban al extremo de pedirle dinero en solidaridad para el sepelio. En ese caso sentía deseos de enviarlos a todos al infierno. Pero hoy estaba de buen genio y podía escucharlos. Carlitos no estaba tan mal como él creía en la mañana, y sin apenas una leve dolencia de su pequeño, él sufría, cómo no se sentiría que tuviera perdido a su hermano, a su padre, a su esposa o a su hijo. Nada costaba ser amable con ellos.
Sin embargo, en cuanto quiso saber qué se les ofrecía, ninguno de los 4 campesinos movió los labios para pronunciar una palabra. Sólo se miraron entre sí y luego lo miraron a los ojos a él con gesto dubitativo. El más viejo de todos era un negro de piel intensamente oscura, rostro surcado de arrugas y cabellos grises. A su lado permanecía otro negro, ese sí joven, delgado y atlético que no tendría mas de 20 años. El forense adivinó que debían ser padre e hijo. Como el hombre y la mujer restante debían ser esposos entre sí, porque parecían sostenerse uno al otro y despedían un aura común. No debían ser muy viejos tampoco. Era como si ninguno de ellos se atreviera a comenzar la exposición de los motivos que los había conducido hasta él. El forense, intrigado por aquella extraña actitud, les pidió que hablaran con confianza. El más viejo titubeó, indeciso: 2Venimos a suplicarle que nos ayude, doctor…” El volumen de su voz sonó tan bajo que el médico escuchó las palabras con dificultad. Volvió entonces a invitarlos a expresarse sin temores. Enseguida fue la mujer quien comenzó a decir: 2Le hablo, doctor, con el dolor de una madre… De una madre que ha perdido a su hija más querida… Quiero tener el derecho de sepultarla como un ser humano…2 Un llanto que le brotó espontaneo desde muy adentro del pecho le impidió continuar hablando. La expectativa del forense aumentó cuando el hombre que parecía el marido de la mujer, exclamó: “¡Así como lo oye, doctor! Queremos enterrar nuestros hijos. Pero en su tierra. No es tan fácil reclamar sus cuerpos para llevarlos. ¡Qué injusticia más grande!” El negro viejo, mostrando mayor cautela, procedió a decir: “No sabemos si podemos hablar francamente con usted doctor… Aquí afuera hay mucha gente que trabaja para el gobierno”. “Aquí todos trabajamos para el gobierno - quiso aclarar el forense-. Somos una entidad oficial”. ”Eso lo sabemos, doctor – le objeto el viejo -. Pero me refería a algo distinto. Hace muchos años fui trabajador sindicalizado de Adenavi y entiendo algunas cosas”. Dando muestra de alguna confusión, el médico preguntó: “¡Entonces a qué se refiere?” Los ojos de los 4 campesinos se le clavaron con humildad en los suyos. Esta vez fue el muchacho quien se aventuró una respuesta: “ Aquí para mucha gente de la fiscalía…”. “Y del ejército…”, agregó el marido de la mujer. “ Y de la Sijín…”, remato tímidamente el viejo. El interés del forense aumentó considerablemente con esa respuesta. Por ello dijo: “¿Quiere alguno explicarme de qué se trata todo eso?” Los campesinos le miraron entre sí como preguntándose si resultaba prudente continuar adelante. Durante largos segundos un silencio absoluto se apoderó de las oficinas del médico. Por toda respuesta, tras un movimiento afirmativo que los tres adultos le hicieron sucesivamente al muchacho, éste introdujo su mano en la mochila de hilo que guindaba de su hombro, y extrajo dos ejemplares del diario Vanguardia Liberal que le extendió al forense. Cuando éste tomó los periódicos entre sus manos, el viejo o convidó a buscar en las dos ediciones que correspondías al lunes y martes de la semana anterior, la noticia que hablaba de unos combates entre las Farc y el Ejército en Rionegro. Con sólo posar vistas en los textos, el médico recordó los hechos. L a prensa hablaba de 3 guerrilleros y un soldado muertos, y de abundantes rastros de sangre dejados por los subversivos tras su huida, que hacían pensar en un número más alto de bajas en sus fijas. Las fotografías de 2 guerrilleros muertos, cargados en medio de burlas por soldados que los sostenían de sus extremidades, como si fueran animales recién sacrificados, ilustraban las crónicas. El viejo posó el dedo sobre una de las fotografías y dijo con vos quebrada: 2 Este era mi muchacho…” Sin señalar ninguna, de pie y con gesto y voz que denotaban coraje, la mujer dijo sin vacilación: 2 La muchacha de la otra fotografía es mi hija”. Se detuvo unos instantes y luego, a medida que sus ojos se le iban inundando en lágrimas y su voz comenzaba a flaquear, fue añadiendo: “Ella se merece una tumba bonita… Yo tengo la sábana blanca y la cruz… También se merece un entierro bonito, y que le recemos sus nueve noches… Sé que en Barranca, después que se trata del sepelio de una guerrillera, la gente acudirá en multitud a acompañarla… Y los domingos podríamos visitarla en el cementerio… Y llevarle flores…” No pudo continuar. Un nudo en la garganta se lo impidió. Su manera de hablar les aguo el corazón a todos. El negro viejo dijo después: “Así quiero yo también para mi muchacho… Pero a él lo quiero enterrar en camposanto… y que los compañeros le organicen un desfile… Y le quemen las salvas”. Todos 4 se abrazaron y rompieron a llorar con un llanto silencioso, como si temieran llamar la atención de la gente que se hallaba fuera de aquella oficina. El drama resultaba demasiado conmovedor para no sentirlo como suyo, y el médico no pudo evitar que sus ojos se le llenaran también de lágrimas. No supo qué hacer. Ni que decir en esos momentos. Nunca había visto ni oído algo como lo que se presentaba ante él. Se podía pensar lo que fuera de la guerrilla, pero aquel dolor era real, nacía de las profundidades del alma y por sí solo bastaba para hacerlo dudar de todo cuanto había pensado antes al respecto. Sintió verdadera compasión por aquella gente. Era curioso, muchas veces había sido testigo del sufrimiento de las familias de los soldados y policías que morían en enfrentamientos, pero aquella angustia era pública, se repetía por la televisión y la radio, se servía como tema para sentidos y rabiosos discursos de los generales y hasta del presidente. En cambio esta angustia era callada, no podía darse a conocer, tenía que pasar clandestina. Por eso le pareció mucho más terrible.
Varios minutos más tarde, cuando el médico creyó oportuno retornar el dialogo, preguntó con suavidad: “¿Por qué creen que yo puedo ayudarles a desterrar los cuerpos?” El padre
De la muchacha le respondió: “ El encargado del cementerio nos dijo que con una orden de medicina legal se podía”. El forense guardó silencio. Luego les dijo: “ Pero nosotros no podemos hacer eso sin una orden de la fiscalía o del juez”. “¡Y usted no puede pedir esa orden?”, le preguntó el muchacho. Sintiéndose algo abochornado el forense respondió: “No. Un abogado en nombre de ustedes sí podría hacerlo2. El negro viejo le preguntó: “¿No conoce usted alguno que pudiera hacerlo?” “Conocerlo sí –respondió el forense-. Pero ustedes tendrían que tener claro hasta donde estarían dispuestos a llegar para conseguir lo que desean “. “¡Se refiere al dinero, doctor?”, preguntó el padre de la muchacha. 2 También habría que considerar eso – aclaró el médico-. Pero seguramente que en la fiscalía y en l brigada tendrían mucho interés en investigarlos a ustedes. Los van a citar y a hacerles muchas preguntas. Tratarán de sacar el mejor provecho de su situación”. El padre de la muchacha hizo un gesto de desprecio y afirmo: “Eso no podemos hacerlo nosotros. Cuando el ejército llega al Opón siempre entra preguntando por mí. Y sé que figuramos en la lista de los paramilitares que el mismo ejército anuncia desde hace rato para entrar en la vereda. Ni más faltaba fuéramos a meter de cabeza en la brigada”. Las recomendaciones del forense se basaban en que se trataba de familiares de guerrilleros. No era que el supiera mucho de eso, pero intuía que aquel vínculo les complicaría la vida con las autoridades cuando gestionaran la reclamación de los cadáveres. Este país era así de absurdo. Pero al escuchar las palabras que acababa de pronunciar el padre de la guerrillera muerta, sus prevenciones fueron mucho más allá de lo calculado. Motivado por ello sintió la necesidad de advertir: “Oigan. Quiero que algo quede bien claro. ¿Es que ustedes también son guerrilleros? Porque si es así, prefiero mantenerme fuera de este asunto”. “Usted no entiende, doctor –intervino la mujer-. La guerrillera era nuestra hija. Tenía algo más de cuatro años de haber ingresado a las Farc. Apenas tenía 19 años. A ninguno de nosotros lo persiguen por eso . Para el ejército, todos somos guerrilleros, excepto los paracos. Hasta usted, que habla con nosotros. Basta con ser pobre para que nos juzguen de tales”. Su tono de voz fue duro y cortante. Se notaba desde lejos que la actitud asumida por el forense la había molestado. Entonces el negro viejo, con una sonrisa irónica en los labios, tomó la palabra: “¿Sabe doctor, dónde hemos pasado las dos últimas navidades nosotros? Entre el rastrojo. En la del año antepasado, mientras una patrulla de los héroes de majagual vigilaba la salida de nuestra región río abajo, los paracos que entraron de Berrío preguntaban en la finca por mí a mi mujer. Yo había salido más temprano a tumbar. Ella les dijo que sólo volvería a la tarde. Y a las 5 de la tarde regresaron. Como yo no estaba, les ordenaron salirse del rancho con los niños y le prendieron fuego a todo. Cuando yo volvía me los tropecé camino abajo. Al escucharlos mandarme a detener, dí media vuelta y corrí. Una lluvia de balas y explosiones se desgajó inmediatamente contra mí. Aún no se cómo logré escabullirme. Otros como José Zuluaga no contaron con la misma suerte. Nuestro aginaldo fuero 7 muertos. Gente buena y trabajadora. Los días siguientes hubo varios muertos. Quemaron el puerto de de Nuevo Ité. Buscaban a todos los miembros de la junta comunal. Por las noticias sabemos que eso ocurre en todos los campos del país. No se le haga extraño entonces que la juventud se enguerrille. Ni piense que los pramilitares luchan contra las guerrillas, es contra nosotros. Y porque lo sabemos es que no vamos a ir a ponerle la jeta a la fiscalía o al Ejército para que nos acabe más rápido. No es por más. Si usted quiera quedarse por fuera de esto, doctor, no lo va a lograr. Es la época que nos tocó vivir. Quizás el resto de nuestra vida nos alcance para recoger los cuerpos de todos nuestros hijos muertos. Para mí este es ya el segundo que cae en la guerra. Y no sé cuántos de los pequeños se armarán también. No hay alternativa, o se muere atado de manos, o se muere peleando. ¿Usted se atreve a condenarnos por eso?”. El forense escuchó todo eso con verdadera estupefacción. Las cosas eran muy distintas al escucharlas así. Los ojos tristes y orgullosos del negro viejo le indicaban que tenía la razón. Motivado más por la urgencia de no guardar silencio ante lo que se oía se atrevió a preguntar: “Pero y por qué no se sabe eso? ¿Por qué no denuncian su verdad a los 4 vientos?” Fue el padre de la muchacha quien le dio la respuesta: “¿Ante quién? Si tenemos que andar cuidándonos de las autoridades, usted lo ve. Medio país vive así, escondiéndose de la otra mitad. ¡Para nosotros nunca a habido campo en su país decente!” El forense sintió que debía callarse, que cualquier cosa que pudiera decirles a aquellos campesinos resultaría siendo una completa estupidez. Verlos y oírlos, enterarse de lo que constituía la vida de miles, quizá millones de seres como ellos, lo menos que podía inspirarle es el más reverencial de los respetos. ¿Quién era él, preocupado porque su niño bien amanecía con un grado más de temperatura en su cuarto con aire acondicionado , para querer señalarles la manera más correcta de actuar a quienes se veían obligados a pernoctar en el monte y a suplicar una ayuda para sepultar a sus hijos rebeldes? Lo mejor que podía hacer era ayudarles en lo que pudiera. Por eso les preguntó: “¿Y qué saben de los cadáveres?” El negro viejo le respondió: “Están enterrados como NN en una fosa común. Los 3 juntos. Nos cercioramos de eso en el cementerio. Conocemos el sitio exacto”. Tanta certeza movió la curiosidad del médico: “¿Y cómo lograron enterarse de eso? Porque entiendo que ustedes vienen de lejos”. “En el mundo de la gente humilde siempre se halla quien colabore y nada puede permanecer secreto cuando se lo necesita conocer”, le respondió la mujer. “Mire que hasta nos lo recomendaron a usted como una persona buena que nos podía ayudar” le agregó. “¿Ustedes fueron a la cruz roja?”. Preguntó el forense”.”Sí -respondió el esposo de la mujer-, pero no conseguimos nada. Ni en la nacional ni en la internacional. Dijeron que en cosas de muertos no se meten”. “Así fue – intervino molesto el negro viejo-. Sólo les interesa que los vivos se maten civilizadamente”. “Si lo del abogado también está descartado – comenzó a decir el forense-, van a tener que resignarse a que saquemos los cuerpos de las fosas y los sepultemos por aparte, cada uno en su bóveda. Pero en el mismo cementerio. Eso sí puedo gestionarlo yo. El traslado a otra parte me resulta imposible. No habrá entierro ni salvas, ni 9 noches. Pero podrán visitarlos después cuantas veces quieran”. Los 4 campesinos se miraron a los ojos de la misma manera que al principio. Y luego comenzaron a considerarlo. El médico les observaba sin abrir la boca. Los hombres fueron los primeros en aceptar. Después se dedicaron a convencer a la mujer, quien desde un inicio insistió en que ella había venido a llevarse a su hija a Barranca y no se iba a ir sin ella. Cuando al final dio su consentimiento, lo hizo con un fuerte movimiento afirmativo de cabeza. Le resultaba imposible hablar ahogada como estaba en un llanto incontenible.
De la mochila del negro joven salió el dinero del negro joven salió el dinero en efectivo con el que el médico arregló todo lo concerniente a tres ataúdes y tres coronas de flores, con el agente de pompas fúnebres que merodeaba todo el día por el instituto. El otro guerrillero muerto no era conocido por ninguno de los campesinos, pero recalcaron que mientras dependiera de ellos, nunca dejarían a un compañero enterrado como un perro. El forense pensó en que aparte de los dolientes y su amor filial, detrás de aquellas personas debía hallarse una fuerza muy grande, capaz de conducir los acontecimientos según sus propósitos. Él mismo habló con el administrador del camposanto por teléfono y todo quedo definitivamente arreglado para las 2 de la tarde. “A esta hora deben estar presentes allá. El de la funeraria tendrá todo listo… Quisiera acompañarlos”, dijo el médico al terminar de dar las instrucciones a los campesinos. “Le agradecemos mucho doctor –dijo el padre de la muchacha- creo que ya lo hemos molestado lo suficiente”. “En el cementerio pueden presentarse problemas con el ejército y a usted no le convendría estar allí, doctor –le recomendó con vos afectuosa el negro viejo-. Cuando la mamá de los muchachos fue a hacer la misma vuelta a Yondó por lo del otro hijo, alguien llamó al ejército y ahí llegaron muy pintados a joderles la vida a ella y a las hermanas. Pero la mujer es mujer y por más atrevidos que fueran les tocó al final respetar. Con los hombres puede diferente. Por eso es mejor que no vaya”. Al oír la voz del viejo, el médico tuvo la impresión de que le hablaba un sabio maestro. Movido por la curiosidad le preguntó: “¿Y usted a qué se dedica señor?” “Yo hago de todo – le respondió el negro- agricultura, minería, aserrío, hasta motor he tenido en el rio. Ahora estoy viejo y crío los pelaos que tengo con mi última mujer”. Ustedes es chocoano cierto?”. Interrogó el médico con interés. “Así es – le respondió el viejo – pero tengo más de 30 años en el magdalena medio. Casi 40 años de estar viendo bajar muertos por el rio”. “La historia de todos allá es parecida – dijo el padre de la muchacha- es la historia de los perseguidos”. “¿Y cuánto hace que murió su propio hijo”, volvió a preguntarle el negro viejo el médico. “Hace 4 años – respondió el negro- pero me queda una alegría ¿sabe. Mis muchachos murieron con el fusil en sus manos y el calibre de sus armas estaba bien caliente cuando cayeron. Se negaron a vivir humillados. Muy pronto me reuniré con ellos”. Una emoción incontrolable se apoderó del forense. Cuando abrazó a los campesinos para despedirse de ellos estaba sinceramente conmovido, casi abatido. Y luego que salieron de su oficina, su llanto solitario re prolongó por un largo rato.
En la noche el forense se asomó a la ventana de su apartamento y tras correr ligeramente la cortina con la mano, vió brillar en lo alto del cielo una luna llena, inmensamente blanca. Allí se quedo con la vista fija en ella. Pensando en los extraños sucesos que había conocido aquel día. En ese mismo instante, tres guerrilleros observaban hacia lo alto una luna mucho más grande y novedosa. “Es la tierra”, dijo quedamente el que marchaba adelante, cuya sombra larga y delgada culminaba en una cabeza de cabellos erguidos como púas. “ Sí – le respondió el negro que lo seguía. Igualita la vi en una revista”. “¿Fue en la que leímos que los greengos habían hallado agua en la luna?”. Le preguntó al negro la robusta muchacha que portaba un fusil Daewoo y caminaba de última en el grupo. Sí – le dijo Jazil, el negro. Y también la vi en una revista que tenían en la Luis Alberto. Son fotos tomadas desde aquí por los astronautas”. “Todavía no me acostumbro a este cambio de terreno – comentó Patricia- aunque me gusta. Aquí todo es livianísimo y cuando uno intenta caminar se va es dando salticos. ¡Pero bien largos!”. “Tiempo tendremos de sobra para acostumbrarnos – dijo Enrique- cuando completemos la escuadra, nos corresponderá explorar cada cráter, cada roca, cada arruga. Al llegar las tropas greengas les haremos la vida imposible. “Viejo – comenzó a decir la muchacha- pero aquí no hay gente, ¿Cómo vamos a hacer para completar la escuadra?. El índice de Enrique le señaló hacía adelante, hacia donde una línea claramente definida marcaba el final del lado oscuro y el comienzo del lado claro de la luna. En las tinieblas fueron apareciendo uno a uno nueve guerreros. “¡Ay! ¿Ese que viene en la punta de vanguardia no es Emilio Pollo?, Preguntó sorprendida Patricia. “¡Claro! – dijo Jazil-. Son las tropas del cucho Gabriel Galvis. ¡Esos greengitos van a chupar es chumbimba!”. “La luna es de todos los hombres de la tierra – dijo Enrique-. Los Estados Unidos no pueden cogerla así no más para ellos”. “¡Bueno! Haremos como dijo el Che a los revolucionarios- exclamó Jazil, con una enorme sonrisa de felicidad en su rostro marrón. Lucharemos contra el imperio donde quiera que estemos”. “¡Ay Viejo! ¡Qué pecadito!”, respondió Patricia abriendo enormemente los ojos y arrugando su ceño de cejas transparentes. El forense se apartó de la ventana y se arrimó de nuevo a la cama. Al sentarse en ella, su mujer despertó: “¿Estabas rondando al nene mi amor?”. El médico permaneció silencioso unos segundos, y luego de expulsar aire con fuerza por la nariz le respondió: 2No. La verdad ni siquiera me había acordado de él. Estaba mirando la luna y pensando”. Cecilia lo haló de un brazo hacia ella en un gesto de comprensión, y cuando sus rostros estuvieron cerca le dijo con cariño: “¿Te estabas rompiendo la cabeza por lo que pasó hoy?” Olvídalo papi. Ellos viven su vida allá y nosotros la nuestra acá. Con mortificarte no vas a cambiar el mundo. Vamos, duérmete”. El forense no la contradijo. Deslizó su cuerpo al lado de ella y cerró los ojos. Tuvo la plena seguridad de que ya nunca podría olvidar aquello. De que ya nunca iba a vivir en paz, si no hacía algo por aquellas gentes. Dos horas más tarde lo venció el sueño sin haber todavía podido decidir qué era lo que honradamente debía hacer para ayudarles.
Gabriel Ángel.
Después de practicar la necropsia al cadáver de una mujer joven, que había sido encontrada por la policía en las afueras de la ciudad, el forense regresó a su oficina a elaborar el informe sobre las causas de la muerte. Él mismo lo redacto y mecanografió con varias copias al carbón. Cuando lo estaba firmando, su secretaria le anuncio que 4 personas preguntaban por él. Son campesinos y pobres. Dos hombres adultos, una mujer ya bien señora y un joven como de 20 años. Parecen costeños. No, no. No dijeron el motivo, pero le ruegan que por favor atenderlos. Cuando el grupo de visitantes estuvo frente a él, le basto un segundo para saber que el asunto tenía que ver con la entrega de algún cadáver. Conocía bien el rostro y la mirada de quienes llegaban a averiguar por el cuerpo de un familiar o amigo desaparecido. Casos frecuentes de todos los días. Había que escucharlos , saber el tipo de occiso que buscaban , enviarlos con alguno a reconocer el montón de cadáveres depositados en la morgue, o , de acuerdo con la fecha de los hechos , ayudarlos a buscar en los archivos, entre los inhumados como NN. Sí hallaban al que buscaban, había que prepararse para presenciar un drama patético. Su gemido y llanto de dolientes. Y si no, había que indicarles otros lugares en donde pudieran continuar con su búsqueda y desde luego comprometerse a comunicarles de inmediato cualquier pista relacionada con el caso. Pero todo eso podía hacerse sin que él en persona se ocupara de ello, había quienes se encargaban de tales menesteres. Lo suyo era lo puramente científico, precisar la causa de las muertes y ya. No obstante eso, había gente que insistía en recurrir a él en busca de ayuda. No faltaba los que llegaban al extremo de pedirle dinero en solidaridad para el sepelio. En ese caso sentía deseos de enviarlos a todos al infierno. Pero hoy estaba de buen genio y podía escucharlos. Carlitos no estaba tan mal como él creía en la mañana, y sin apenas una leve dolencia de su pequeño, él sufría, cómo no se sentiría que tuviera perdido a su hermano, a su padre, a su esposa o a su hijo. Nada costaba ser amable con ellos.
Sin embargo, en cuanto quiso saber qué se les ofrecía, ninguno de los 4 campesinos movió los labios para pronunciar una palabra. Sólo se miraron entre sí y luego lo miraron a los ojos a él con gesto dubitativo. El más viejo de todos era un negro de piel intensamente oscura, rostro surcado de arrugas y cabellos grises. A su lado permanecía otro negro, ese sí joven, delgado y atlético que no tendría mas de 20 años. El forense adivinó que debían ser padre e hijo. Como el hombre y la mujer restante debían ser esposos entre sí, porque parecían sostenerse uno al otro y despedían un aura común. No debían ser muy viejos tampoco. Era como si ninguno de ellos se atreviera a comenzar la exposición de los motivos que los había conducido hasta él. El forense, intrigado por aquella extraña actitud, les pidió que hablaran con confianza. El más viejo titubeó, indeciso: 2Venimos a suplicarle que nos ayude, doctor…” El volumen de su voz sonó tan bajo que el médico escuchó las palabras con dificultad. Volvió entonces a invitarlos a expresarse sin temores. Enseguida fue la mujer quien comenzó a decir: 2Le hablo, doctor, con el dolor de una madre… De una madre que ha perdido a su hija más querida… Quiero tener el derecho de sepultarla como un ser humano…2 Un llanto que le brotó espontaneo desde muy adentro del pecho le impidió continuar hablando. La expectativa del forense aumentó cuando el hombre que parecía el marido de la mujer, exclamó: “¡Así como lo oye, doctor! Queremos enterrar nuestros hijos. Pero en su tierra. No es tan fácil reclamar sus cuerpos para llevarlos. ¡Qué injusticia más grande!” El negro viejo, mostrando mayor cautela, procedió a decir: “No sabemos si podemos hablar francamente con usted doctor… Aquí afuera hay mucha gente que trabaja para el gobierno”. “Aquí todos trabajamos para el gobierno - quiso aclarar el forense-. Somos una entidad oficial”. ”Eso lo sabemos, doctor – le objeto el viejo -. Pero me refería a algo distinto. Hace muchos años fui trabajador sindicalizado de Adenavi y entiendo algunas cosas”. Dando muestra de alguna confusión, el médico preguntó: “¡Entonces a qué se refiere?” Los ojos de los 4 campesinos se le clavaron con humildad en los suyos. Esta vez fue el muchacho quien se aventuró una respuesta: “ Aquí para mucha gente de la fiscalía…”. “Y del ejército…”, agregó el marido de la mujer. “ Y de la Sijín…”, remato tímidamente el viejo. El interés del forense aumentó considerablemente con esa respuesta. Por ello dijo: “¿Quiere alguno explicarme de qué se trata todo eso?” Los campesinos le miraron entre sí como preguntándose si resultaba prudente continuar adelante. Durante largos segundos un silencio absoluto se apoderó de las oficinas del médico. Por toda respuesta, tras un movimiento afirmativo que los tres adultos le hicieron sucesivamente al muchacho, éste introdujo su mano en la mochila de hilo que guindaba de su hombro, y extrajo dos ejemplares del diario Vanguardia Liberal que le extendió al forense. Cuando éste tomó los periódicos entre sus manos, el viejo o convidó a buscar en las dos ediciones que correspondías al lunes y martes de la semana anterior, la noticia que hablaba de unos combates entre las Farc y el Ejército en Rionegro. Con sólo posar vistas en los textos, el médico recordó los hechos. L a prensa hablaba de 3 guerrilleros y un soldado muertos, y de abundantes rastros de sangre dejados por los subversivos tras su huida, que hacían pensar en un número más alto de bajas en sus fijas. Las fotografías de 2 guerrilleros muertos, cargados en medio de burlas por soldados que los sostenían de sus extremidades, como si fueran animales recién sacrificados, ilustraban las crónicas. El viejo posó el dedo sobre una de las fotografías y dijo con vos quebrada: 2 Este era mi muchacho…” Sin señalar ninguna, de pie y con gesto y voz que denotaban coraje, la mujer dijo sin vacilación: 2 La muchacha de la otra fotografía es mi hija”. Se detuvo unos instantes y luego, a medida que sus ojos se le iban inundando en lágrimas y su voz comenzaba a flaquear, fue añadiendo: “Ella se merece una tumba bonita… Yo tengo la sábana blanca y la cruz… También se merece un entierro bonito, y que le recemos sus nueve noches… Sé que en Barranca, después que se trata del sepelio de una guerrillera, la gente acudirá en multitud a acompañarla… Y los domingos podríamos visitarla en el cementerio… Y llevarle flores…” No pudo continuar. Un nudo en la garganta se lo impidió. Su manera de hablar les aguo el corazón a todos. El negro viejo dijo después: “Así quiero yo también para mi muchacho… Pero a él lo quiero enterrar en camposanto… y que los compañeros le organicen un desfile… Y le quemen las salvas”. Todos 4 se abrazaron y rompieron a llorar con un llanto silencioso, como si temieran llamar la atención de la gente que se hallaba fuera de aquella oficina. El drama resultaba demasiado conmovedor para no sentirlo como suyo, y el médico no pudo evitar que sus ojos se le llenaran también de lágrimas. No supo qué hacer. Ni que decir en esos momentos. Nunca había visto ni oído algo como lo que se presentaba ante él. Se podía pensar lo que fuera de la guerrilla, pero aquel dolor era real, nacía de las profundidades del alma y por sí solo bastaba para hacerlo dudar de todo cuanto había pensado antes al respecto. Sintió verdadera compasión por aquella gente. Era curioso, muchas veces había sido testigo del sufrimiento de las familias de los soldados y policías que morían en enfrentamientos, pero aquella angustia era pública, se repetía por la televisión y la radio, se servía como tema para sentidos y rabiosos discursos de los generales y hasta del presidente. En cambio esta angustia era callada, no podía darse a conocer, tenía que pasar clandestina. Por eso le pareció mucho más terrible.
Varios minutos más tarde, cuando el médico creyó oportuno retornar el dialogo, preguntó con suavidad: “¿Por qué creen que yo puedo ayudarles a desterrar los cuerpos?” El padre
De la muchacha le respondió: “ El encargado del cementerio nos dijo que con una orden de medicina legal se podía”. El forense guardó silencio. Luego les dijo: “ Pero nosotros no podemos hacer eso sin una orden de la fiscalía o del juez”. “¡Y usted no puede pedir esa orden?”, le preguntó el muchacho. Sintiéndose algo abochornado el forense respondió: “No. Un abogado en nombre de ustedes sí podría hacerlo2. El negro viejo le preguntó: “¿No conoce usted alguno que pudiera hacerlo?” “Conocerlo sí –respondió el forense-. Pero ustedes tendrían que tener claro hasta donde estarían dispuestos a llegar para conseguir lo que desean “. “¡Se refiere al dinero, doctor?”, preguntó el padre de la muchacha. 2 También habría que considerar eso – aclaró el médico-. Pero seguramente que en la fiscalía y en l brigada tendrían mucho interés en investigarlos a ustedes. Los van a citar y a hacerles muchas preguntas. Tratarán de sacar el mejor provecho de su situación”. El padre de la muchacha hizo un gesto de desprecio y afirmo: “Eso no podemos hacerlo nosotros. Cuando el ejército llega al Opón siempre entra preguntando por mí. Y sé que figuramos en la lista de los paramilitares que el mismo ejército anuncia desde hace rato para entrar en la vereda. Ni más faltaba fuéramos a meter de cabeza en la brigada”. Las recomendaciones del forense se basaban en que se trataba de familiares de guerrilleros. No era que el supiera mucho de eso, pero intuía que aquel vínculo les complicaría la vida con las autoridades cuando gestionaran la reclamación de los cadáveres. Este país era así de absurdo. Pero al escuchar las palabras que acababa de pronunciar el padre de la guerrillera muerta, sus prevenciones fueron mucho más allá de lo calculado. Motivado por ello sintió la necesidad de advertir: “Oigan. Quiero que algo quede bien claro. ¿Es que ustedes también son guerrilleros? Porque si es así, prefiero mantenerme fuera de este asunto”. “Usted no entiende, doctor –intervino la mujer-. La guerrillera era nuestra hija. Tenía algo más de cuatro años de haber ingresado a las Farc. Apenas tenía 19 años. A ninguno de nosotros lo persiguen por eso . Para el ejército, todos somos guerrilleros, excepto los paracos. Hasta usted, que habla con nosotros. Basta con ser pobre para que nos juzguen de tales”. Su tono de voz fue duro y cortante. Se notaba desde lejos que la actitud asumida por el forense la había molestado. Entonces el negro viejo, con una sonrisa irónica en los labios, tomó la palabra: “¿Sabe doctor, dónde hemos pasado las dos últimas navidades nosotros? Entre el rastrojo. En la del año antepasado, mientras una patrulla de los héroes de majagual vigilaba la salida de nuestra región río abajo, los paracos que entraron de Berrío preguntaban en la finca por mí a mi mujer. Yo había salido más temprano a tumbar. Ella les dijo que sólo volvería a la tarde. Y a las 5 de la tarde regresaron. Como yo no estaba, les ordenaron salirse del rancho con los niños y le prendieron fuego a todo. Cuando yo volvía me los tropecé camino abajo. Al escucharlos mandarme a detener, dí media vuelta y corrí. Una lluvia de balas y explosiones se desgajó inmediatamente contra mí. Aún no se cómo logré escabullirme. Otros como José Zuluaga no contaron con la misma suerte. Nuestro aginaldo fuero 7 muertos. Gente buena y trabajadora. Los días siguientes hubo varios muertos. Quemaron el puerto de de Nuevo Ité. Buscaban a todos los miembros de la junta comunal. Por las noticias sabemos que eso ocurre en todos los campos del país. No se le haga extraño entonces que la juventud se enguerrille. Ni piense que los pramilitares luchan contra las guerrillas, es contra nosotros. Y porque lo sabemos es que no vamos a ir a ponerle la jeta a la fiscalía o al Ejército para que nos acabe más rápido. No es por más. Si usted quiera quedarse por fuera de esto, doctor, no lo va a lograr. Es la época que nos tocó vivir. Quizás el resto de nuestra vida nos alcance para recoger los cuerpos de todos nuestros hijos muertos. Para mí este es ya el segundo que cae en la guerra. Y no sé cuántos de los pequeños se armarán también. No hay alternativa, o se muere atado de manos, o se muere peleando. ¿Usted se atreve a condenarnos por eso?”. El forense escuchó todo eso con verdadera estupefacción. Las cosas eran muy distintas al escucharlas así. Los ojos tristes y orgullosos del negro viejo le indicaban que tenía la razón. Motivado más por la urgencia de no guardar silencio ante lo que se oía se atrevió a preguntar: “Pero y por qué no se sabe eso? ¿Por qué no denuncian su verdad a los 4 vientos?” Fue el padre de la muchacha quien le dio la respuesta: “¿Ante quién? Si tenemos que andar cuidándonos de las autoridades, usted lo ve. Medio país vive así, escondiéndose de la otra mitad. ¡Para nosotros nunca a habido campo en su país decente!” El forense sintió que debía callarse, que cualquier cosa que pudiera decirles a aquellos campesinos resultaría siendo una completa estupidez. Verlos y oírlos, enterarse de lo que constituía la vida de miles, quizá millones de seres como ellos, lo menos que podía inspirarle es el más reverencial de los respetos. ¿Quién era él, preocupado porque su niño bien amanecía con un grado más de temperatura en su cuarto con aire acondicionado , para querer señalarles la manera más correcta de actuar a quienes se veían obligados a pernoctar en el monte y a suplicar una ayuda para sepultar a sus hijos rebeldes? Lo mejor que podía hacer era ayudarles en lo que pudiera. Por eso les preguntó: “¿Y qué saben de los cadáveres?” El negro viejo le respondió: “Están enterrados como NN en una fosa común. Los 3 juntos. Nos cercioramos de eso en el cementerio. Conocemos el sitio exacto”. Tanta certeza movió la curiosidad del médico: “¿Y cómo lograron enterarse de eso? Porque entiendo que ustedes vienen de lejos”. “En el mundo de la gente humilde siempre se halla quien colabore y nada puede permanecer secreto cuando se lo necesita conocer”, le respondió la mujer. “Mire que hasta nos lo recomendaron a usted como una persona buena que nos podía ayudar” le agregó. “¿Ustedes fueron a la cruz roja?”. Preguntó el forense”.”Sí -respondió el esposo de la mujer-, pero no conseguimos nada. Ni en la nacional ni en la internacional. Dijeron que en cosas de muertos no se meten”. “Así fue – intervino molesto el negro viejo-. Sólo les interesa que los vivos se maten civilizadamente”. “Si lo del abogado también está descartado – comenzó a decir el forense-, van a tener que resignarse a que saquemos los cuerpos de las fosas y los sepultemos por aparte, cada uno en su bóveda. Pero en el mismo cementerio. Eso sí puedo gestionarlo yo. El traslado a otra parte me resulta imposible. No habrá entierro ni salvas, ni 9 noches. Pero podrán visitarlos después cuantas veces quieran”. Los 4 campesinos se miraron a los ojos de la misma manera que al principio. Y luego comenzaron a considerarlo. El médico les observaba sin abrir la boca. Los hombres fueron los primeros en aceptar. Después se dedicaron a convencer a la mujer, quien desde un inicio insistió en que ella había venido a llevarse a su hija a Barranca y no se iba a ir sin ella. Cuando al final dio su consentimiento, lo hizo con un fuerte movimiento afirmativo de cabeza. Le resultaba imposible hablar ahogada como estaba en un llanto incontenible.
De la mochila del negro joven salió el dinero del negro joven salió el dinero en efectivo con el que el médico arregló todo lo concerniente a tres ataúdes y tres coronas de flores, con el agente de pompas fúnebres que merodeaba todo el día por el instituto. El otro guerrillero muerto no era conocido por ninguno de los campesinos, pero recalcaron que mientras dependiera de ellos, nunca dejarían a un compañero enterrado como un perro. El forense pensó en que aparte de los dolientes y su amor filial, detrás de aquellas personas debía hallarse una fuerza muy grande, capaz de conducir los acontecimientos según sus propósitos. Él mismo habló con el administrador del camposanto por teléfono y todo quedo definitivamente arreglado para las 2 de la tarde. “A esta hora deben estar presentes allá. El de la funeraria tendrá todo listo… Quisiera acompañarlos”, dijo el médico al terminar de dar las instrucciones a los campesinos. “Le agradecemos mucho doctor –dijo el padre de la muchacha- creo que ya lo hemos molestado lo suficiente”. “En el cementerio pueden presentarse problemas con el ejército y a usted no le convendría estar allí, doctor –le recomendó con vos afectuosa el negro viejo-. Cuando la mamá de los muchachos fue a hacer la misma vuelta a Yondó por lo del otro hijo, alguien llamó al ejército y ahí llegaron muy pintados a joderles la vida a ella y a las hermanas. Pero la mujer es mujer y por más atrevidos que fueran les tocó al final respetar. Con los hombres puede diferente. Por eso es mejor que no vaya”. Al oír la voz del viejo, el médico tuvo la impresión de que le hablaba un sabio maestro. Movido por la curiosidad le preguntó: “¿Y usted a qué se dedica señor?” “Yo hago de todo – le respondió el negro- agricultura, minería, aserrío, hasta motor he tenido en el rio. Ahora estoy viejo y crío los pelaos que tengo con mi última mujer”. Ustedes es chocoano cierto?”. Interrogó el médico con interés. “Así es – le respondió el viejo – pero tengo más de 30 años en el magdalena medio. Casi 40 años de estar viendo bajar muertos por el rio”. “La historia de todos allá es parecida – dijo el padre de la muchacha- es la historia de los perseguidos”. “¿Y cuánto hace que murió su propio hijo”, volvió a preguntarle el negro viejo el médico. “Hace 4 años – respondió el negro- pero me queda una alegría ¿sabe. Mis muchachos murieron con el fusil en sus manos y el calibre de sus armas estaba bien caliente cuando cayeron. Se negaron a vivir humillados. Muy pronto me reuniré con ellos”. Una emoción incontrolable se apoderó del forense. Cuando abrazó a los campesinos para despedirse de ellos estaba sinceramente conmovido, casi abatido. Y luego que salieron de su oficina, su llanto solitario re prolongó por un largo rato.
En la noche el forense se asomó a la ventana de su apartamento y tras correr ligeramente la cortina con la mano, vió brillar en lo alto del cielo una luna llena, inmensamente blanca. Allí se quedo con la vista fija en ella. Pensando en los extraños sucesos que había conocido aquel día. En ese mismo instante, tres guerrilleros observaban hacia lo alto una luna mucho más grande y novedosa. “Es la tierra”, dijo quedamente el que marchaba adelante, cuya sombra larga y delgada culminaba en una cabeza de cabellos erguidos como púas. “ Sí – le respondió el negro que lo seguía. Igualita la vi en una revista”. “¿Fue en la que leímos que los greengos habían hallado agua en la luna?”. Le preguntó al negro la robusta muchacha que portaba un fusil Daewoo y caminaba de última en el grupo. Sí – le dijo Jazil, el negro. Y también la vi en una revista que tenían en la Luis Alberto. Son fotos tomadas desde aquí por los astronautas”. “Todavía no me acostumbro a este cambio de terreno – comentó Patricia- aunque me gusta. Aquí todo es livianísimo y cuando uno intenta caminar se va es dando salticos. ¡Pero bien largos!”. “Tiempo tendremos de sobra para acostumbrarnos – dijo Enrique- cuando completemos la escuadra, nos corresponderá explorar cada cráter, cada roca, cada arruga. Al llegar las tropas greengas les haremos la vida imposible. “Viejo – comenzó a decir la muchacha- pero aquí no hay gente, ¿Cómo vamos a hacer para completar la escuadra?. El índice de Enrique le señaló hacía adelante, hacia donde una línea claramente definida marcaba el final del lado oscuro y el comienzo del lado claro de la luna. En las tinieblas fueron apareciendo uno a uno nueve guerreros. “¡Ay! ¿Ese que viene en la punta de vanguardia no es Emilio Pollo?, Preguntó sorprendida Patricia. “¡Claro! – dijo Jazil-. Son las tropas del cucho Gabriel Galvis. ¡Esos greengitos van a chupar es chumbimba!”. “La luna es de todos los hombres de la tierra – dijo Enrique-. Los Estados Unidos no pueden cogerla así no más para ellos”. “¡Bueno! Haremos como dijo el Che a los revolucionarios- exclamó Jazil, con una enorme sonrisa de felicidad en su rostro marrón. Lucharemos contra el imperio donde quiera que estemos”. “¡Ay Viejo! ¡Qué pecadito!”, respondió Patricia abriendo enormemente los ojos y arrugando su ceño de cejas transparentes. El forense se apartó de la ventana y se arrimó de nuevo a la cama. Al sentarse en ella, su mujer despertó: “¿Estabas rondando al nene mi amor?”. El médico permaneció silencioso unos segundos, y luego de expulsar aire con fuerza por la nariz le respondió: 2No. La verdad ni siquiera me había acordado de él. Estaba mirando la luna y pensando”. Cecilia lo haló de un brazo hacia ella en un gesto de comprensión, y cuando sus rostros estuvieron cerca le dijo con cariño: “¿Te estabas rompiendo la cabeza por lo que pasó hoy?” Olvídalo papi. Ellos viven su vida allá y nosotros la nuestra acá. Con mortificarte no vas a cambiar el mundo. Vamos, duérmete”. El forense no la contradijo. Deslizó su cuerpo al lado de ella y cerró los ojos. Tuvo la plena seguridad de que ya nunca podría olvidar aquello. De que ya nunca iba a vivir en paz, si no hacía algo por aquellas gentes. Dos horas más tarde lo venció el sueño sin haber todavía podido decidir qué era lo que honradamente debía hacer para ayudarles.
Gabriel Ángel.